Desde chica tengo una pequeña obsesión con los objetos perdidos. No tengo claro cómo empezó, no hay anécdotas de pérdidas significativas en la primera infancia ni otras freudeces por el estilo. Sólo sé que tengo la tendencia a la fetichización de algunos objetos.
Usé la misma lapicera durante toda la escuela primaria, la secundaria y gran parte de la universidad (promediando la secundaria la lapicera "desapareció" de mi cartuchera y mi vieja recorrió todas las librerías del barrio hasta encontrar una igual). Hasta no hace mucho guardé en cajas y bolsas polvorientas 600 grullas de origami, porque hace 20 años me propuse -sin mayor convicción, por supuesto- llegar a las mil para pedir un deseo, después de leer un cuento de Elsa Bornemann. En mi biblioteca hay una copia ajada de Otoño imperdonable de María Elena Walsh en el que guardo dos hojas secas de la última vez que mi abuelo podó los árboles de la vereda.
Ahora que de repente tengo que lidiar con muchos objetos perdidos, tuve que elegir un par para concentrar la falta y sentir que todo lo demás es recuperable. El sorteo lo ganaron dos cadenitas de mi tía que me había dado hace poco, porque ¿para qué iba a tenerlas guardadas en un cajón? Ninguna tenía un gran precio (las familias de obreros metalúrgicos del conurbano no suelen tener joyería de colección), pero tenían mucho valor. Podría engancharme un rato largo en la cadena metonímica que vuelve irreparable esa pérdida, pero por un azar inexplicable y vital, hace poco le explicaba a una amiga, por razones que no vienen al caso, algo de la sabiduría familiar que le otorga tan poca importancia a los objetos.
Mi familia no atesora objetos. Supongo que cuando dejás a la mitad de tu familia para atravesar el Atlántico en barco con una valijita en la que apretadamente entran tus ganas de escaparte del hambre de posguerra, aprendés la verdadera dimensión de lo indispensable. Lo que le conté a mi amiga, lo que vuelvo a contarme ahora, fue qué hicimos con los "recuerdos" de mi abuelo, esa manera confusa de referirse a los objetos que quedan dando vueltas cuando alguien muere. Entre todos, yo ya había elegido el fetiche: un viejo cardigan que le había tejido mi abuela. Con la fortaleza que sólo mi vieja puede tener a veces, lo doblamos con cuidado y lo pusimos en una pila de cosas para regalar. Hoy alguien se abriga en invierno con ese cardigan tejido. Nosotras nos quedamos con los recuerdos.
Pertenezco a una familia quizás demasiado ligada a "la seguridad de los objetos" y en parte potenciada por padre y madre hijos únicos y, entonces, legítimos herederos de todo objeto, fuese cual fuese que dé vueltas por ahí.
ResponderEliminarAdmiro tu resolución y la de tu madre para hacer lo que hay que hacer: desprenderse del objeto para quedarse con el recuerdo. No creo que resulte sencillo, para nada, pero estimo que es lo que hay que hacer.
Muy buen artículo de esta nueva (?) época.
¡Gracias, Cinzcéu! La consecuencia natural de preguntarme ¿por qué no? y no encontrar respuesta anda por acá, algo así como "porque el ciberespacio es gratis".
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